Voy a intentar resumir, intentando no destrozar demasiado, un post que en su día expuso de manera exquisita Manuel I. Cabezas González en su Blog:
http://honrad.blogspot.com.es, el cual recomiendo que visites. Será una entrada más larga de lo habitual en mi blog, pero creo que merece la pena leerlo.
La entrada en cuestión, si quieres leerla entera y original la tienes
AQUÍ. Si no te has ido ya y quieres aprender un poco de historia, puedes continuar:
Antes de la llegada de los romanos, Iberia era un mosaico de pueblos y lenguas diferentes. Su conquista por Roma provocó la desaparición de estas peculiaridades lingüísticas (con la excepción del vascuence), propiciando una cierta unidad lingüística.
La llegada de los árabes-bereberes a la Península, en 711, y su estancia a lo largo de ocho siglos acabaron con la unidad lingüística. Los cristianos comenzaron la Reconquista a partir de cuatro centros diferentes e independientes: Covadonga (Asturias), Pamplona (Navarra), Jaca (situada en los altos valles aragoneses) y la Marca Hispánica (Norte de la Cataluña actual). La Reconquista propició el desarrollo y la implantación de cinco tipos lingüísticos o dialectos, que fueron, de este a oeste: el catalán, el navarro-aragonés, el castellano, el leonés y el gallego-portugués (Díez y alii, 1977).
Al final de la Edad Media, con la conquista de Granada en 1492, los Reyes Católicos consolidaron la unidad espiritual de la Península. Por otro lado, gracias al matrimonio de Isabel y Fernando, la unión de los reinos de Castilla y Aragón estaba asegurada. Sin embargo, cada uno de estos reinos era, en realidad, una federación de estados que conservaron celosamente sus fueros (leyes), sus cortes (parlamentos), sus aduanas, sus monedas, sus impuestos, sus pesos y medidas,... y también sus lenguas (Julio Valdeón, 1981; Pierre Villar, 1979).
Desde la Edad Media y hasta el reinado de Felipe IV (1621-1665), todos los reyes respetaron las particularidades regionales; entre ellas, las lingüísticas. No obstante, Felipe IV, aconsejado por el Conde-Duque de Olivares, quiso imponer las leyes de Castilla a todos los reinos de España, provocando la separación de Portugal, la guerra de Cataluña y el paso de las tierras catalanas de allende el Pirineo a la soberanía francesa. Sin embargo, y a pesar de haber ganado la guerra de Cataluña, Felipe IV respetó las libertades catalanas (Meliá, 1970). Pero esto no duró mucho tiempo.
Con la llegada al trono, en 1713, del primer Borbón, Felipe V, la centralización progresa y la prohibición formal y explícita de cualquier lengua que no sea el castellano es una decisión reiterada por los sucesivos monarcas. Así, Valencia, Aragón y Cataluña, que habían apoyado, en la guerra de Sucesión (1701-1713), al otro pretendiente al trono de España (el Archiduque Carlos de Habsburgo), perdieron sus instituciones propias y la mayor parte de sus libertades, entre las cuales la de utilizar la lengua catalana (primero, en los Tribunales; y luego, en las “escuelas de primeras letras”), en el caso de Valencia y Cataluña (cf. Decreto de Nueva Planta de 1716). Con Carlos III, una Real Cédula de 1768 hace explícita la orden de enseñar en castellano en la Corona de Aragón. Otra Real Cédula de 1780 extiende esta orden a todo el Reino de España. Y la Ley de Instrucción Pública de 1857 (o Ley Moyano, que dotó al sistema educativo español de un marco legal, que perduró sin grandes cambios hasta la Ley General de Educación de 1970) vuelve a reiterar la misma orden (Díez y alii, 1977).
Ahora bien, este intervencionismo lingüístico se inició cuando el castellano gozaba ya de una hegemonía casi absoluta sobre las otras lenguas peninsulares. Por otro lado, estas órdenes, que postulaban una explícita política lingüística de castellanización, fueron más simbólicas o formales que efectivas, ya que sólo podían dirigirse a las elites regionales —la tasa de analfabetismo rondaba aún el 70% en 1875, más de un siglo y medio después (Lerena, 1976) y, además, no se previeron los medios necesarios para que fueran aplicadas (Milhou, 1989).
El castellano, más bien, se fue imponiendo sobre las otras lenguas o dialectos peninsulares, ya desde la época de la Reconquista, gracias a los continuos avances de Castilla en la recuperación de los territorios bajo dominio musulmán, a su creciente poder político, económico y demográfico, así como al prestigio y peso del castellano como lengua común de los distintos reinos y como lengua de cultura y de comunicación internacional. En efecto, en tiempos de Alfonso X (1221-1284), el castellano era ya la “lingua franca” que permitió traducir y dar a conocer en Occidente las grandes obras históricas, jurídicas, literarias y científicas de la cultura de Oriente; y en esto jugó un papel importante la labor de la Escuela de Traductores de Toledo. Además, el castellano fue la primera lengua peninsular que fue objeto de “normativización”, gracias a la primera Gramática de la Lengua Castellana (1492) y alas Reglas de ortografía castellana (1517) de Elio Antonio de Nebrija (García Martín, 2003).
Por estos motivos, el castellano adquirió una gran relevancia como medio de comunicación en el campo jurídico y administrativo, como lengua vehicular de la enseñanza, de la creación literaria y científica y de la comunicación internacional. Por estas razones, las elites de las regiones con lengua diferente lo habían adoptado voluntariamente, sin ser obligadas a ello con métodos autoritarios ni coercitivos (González Ollé, 1995). Y por eso, se puede afirmar que, desde la Edad Media y hasta bien entrado el siglo XIX, la cuestión lingüística no planteó ningún problema y el español o castellano fue adquiriendo cada vez más importancia y fue conquistando nuevos espacios de comunicación, no por la imposición autoritaria de los poderes del Estado, sino por su prestigio, su pujanza y su peso específico, largamente arraigados (Madariaga, 1978).