Cuando era niño y subía a las montañas, en ocasiones, aparecía ante mis ojos como algo mágico una pequeña salamandra. Me encantaba cruzarme con una de ellas. No era algo habitual, por supuesto, pues son animales bastante tímidos y escurridizos, pero me alegraba mucho cuando llegaba la ocasión. Sus colores, amarillo y negro brillantes, o verde o marrón y su aspecto como de otro planeta, las hacen únicas.
Las que más recuerdo son las amarillas y negras. Amarillo que indica peligro, pues su piel emite una sustancia que mantiene alejados a todos sus depredadores. A todos menos a uno: El ser humano.
Pero hace años que no veo ninguna.
Y no es porque ahora vaya menos al monte, es simplemente que casi no hay.
En el mundo existen unas 650 especies de salamandras y al menos la mitad están en peligro de extinción. En España existen 11 especies, y ninguna de ellas prospera adecuadamente.
Cada vez con más sequías, alteraciones de los cauces de los ríos o las charcas, cambio climático y todo empeorado por la acción del hombre (en muchos lugares las mataban por pensar que mordían o eran venenosas) no ayuda a que estos animales se desarrollen con normalidad.
Andamos muy preocupados con la economía, los griegos, el coletas o la corrupción, pero a éstos, a los más débiles y a los que menos tienen que ver con toda esa mierda, a esos no los ayuda nadie. Es una pena porque se podría hacer mucho más.
Los griegos, los comunistas, los corruptos, los alemanes, la deuda o la estupidez humana seguirán existiendo durante muchos, muchos años, pero las salamandras no estarán allí para contarlo.
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